Pero la historia de Tara Westover parece más bien sacada de un cuento de otra era que de un libro sobre la vida moderna en Estados Unidos.
La joven creció en una zona rural de Idaho, en una familia seguidora del “sobrevivencialismo” o survivalism, un movimiento de individuos o grupos que se preparan activamente para sobrevivir una posible futura alteración del orden político o social, que pensaba que las escuelas eran parte de un plan del gobierno para lavar el cerebro a las personas.
Su padre acumulaba una colección de armas y suministros para cuando llegara el fin de la civilización y para protegerse de cualquier intento del Estado de intervenir en sus vidas.
Incluso cuando sus miembros resultaron heridos en varios accidentes de tráfico, la familia evitó ir a hospitales porque estaba segura de que los médicos eran “agentes de un Estado maligno”.
La familia de Westover, que seguía una interpretación fundamentalista del movimiento de los Santos de los Últimos Días que se rige por las enseñanzas del Libro de Mormón, controlaba su vida y cualquier contacto que tuviera con el mundo exterior.
“Era una vida dura, violenta y autosuficiente, como una paranoica “La pequeña casa en la pradera“”, explica Sean Coughlan, el corresponsal de educación y familia de la BBC.
Armas para derribar un helicóptero
Westover recuerda que su padre temía posibles incursiones o redadas por parte de agentes federales y por esa razón compraba poderosas armas, capaces de derribar un helicóptero.
En ese contexto, nunca fue al colegio y su infancia transcurrió cabalgando en las montañas y trabajando en un lugar de venta de chatarra.
Y cuenta que el hecho de que sus padres aseguraran que la educaban en casa no era más que una pantalla para aislarla de cualquier enseñanza proveniente del exterior.
Pero en aquella época no le parecía extraño no asistir a la escuela como los otros niños.
“Pensaba que los demás estaban equivocados y que nosotros estábamos en lo correcto. Creía que eran espiritualmente y moralmente inferiores”, dice Westover en una entrevista con la BBC en Cambridge, donde vive actualmente.
“Estaba convencida de que era a ellos a los que les estaban lavando el cerebro y no a mí”.
Westover, quien ahora tiene 31 años, relata su infancia en el libro “Educada”, que se publicará este mismo mes.
En él cuenta cómo se vio obligada a autoeducarse, porque la primera vez que asistió a clases formales fue a los 17 años, cuando ingresó a la universidad.
Su madre y su hermano le enseñaron a leer y escribir, pero nunca había aprendido nada de historia, geografía, literatura o nada que tuviera que ver con el mundo exterior.
“El salón de clases me parecía aterradora”
La joven solo tenía acceso a libros y publicaciones afines a las creencias de su familia.
Pero al mismo tiempo sus padres le inculcaron que cualquier persona podía aprender lo que quisiera si se lo proponía.
“‘Te puedes educar a ti misma mucho mejor que cualquier otra persona’, me decían”, recuerda.
Así, un día decidió comprar libros de texto a escondidas y dedicarse a estudiar metódicamente noche tras noche hasta conseguir el conocimiento necesario para pasar los exámenes de ingreso a la universidad.
Pero cuando finalmente llegó al salón de clases, vivió en un “estado permanente de miedo”.
“Era como un animal del bosque. Vivía en estado de pánico todo el tiempo. La sala de clases me parecía aterradora. Nunca antes había estado en una”, recuerda.
Poco a poco comenzó a adaptarse, a adquirir nuevos conocimientos y a probarse a sí misma que era capaz de enfrentar el desafío.
Así fue como pasó un tiempo en la Universidad de Harvard, en Massachusetts, EE.UU., y más tarde ingresó a la Universidad de Cambridge, en Inglaterra.
Ahí obtuvo un doctorado a los 27 años, sin nunca haberse graduado de la secundaria.
“Creo que a muchas personas les han enseñado que no pueden aprender por sí mismas”, dice.
Actualmente está separada de sus padres y de su religión. Y reconoce que dejar de lado sus creencias fue “una experiencia traumática”.
Sobre su libro, dice que lo más difícil de relatar no tuvo que ver con las peleas familiares o las restricciones que le imponían.
“Se me hizo más difícil escribir de las cosas positivas, de las cosas que perdí. La risa de mi madre, la belleza de las montañas”
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